Lluís Serra Llansana
Basta abrir los ojos a la experiencia propia o ajena para observar que toda vida espiritual y todo camino de superación presentan dificultades y trampas. El golpe inicial, que suele provocar el cambio en una persona, presenta dos componentes. El primero mira hacia la realidad de sí mismo. Se nutre de consciencia, de insatisfacción, de deseo de cambio. El segundo apunta hacia la meta, la perfección, la realización de los propios sueños. Se trata de la dialéctica entre el yo real y el yo ideal.
Darse cuenta de cómo soy, advertir cuáles son mis límites y frustraciones, conocer mis sombras… me empujan al deseo de cambio, que se enfrenta a las resistencias de mi conducta compulsiva. Cuando existe la voluntad de mejora, que ya es un paso, no siempre se encuentra el camino para llevarla a cabo. El cómo se convierte en la primera preocupación. Dada la propia insuficiencia en estos terrenos, se busca la orientación de expertos que permitan superar las trabas y volar hacia cimas más altas. Entrar en una escuela de trabajo constituye una medida para garantizar un progreso, que se desea ardientemente, a cualquier precio. Se entra en la dinámica del crecimiento personal. Las lecturas frívolas se sustituyen por textos de autoayuda o por obras de pensadores, gurús o personajes de relevancia en este campo. El pasado, atribuido a la ignorancia, quiere superarse a través del conocimiento. Se daría la vida por una ráfaga de luz. El yo, que antes estaba en el centro de la vida, aunque de manera inconsciente, sigue estándolo en la nueva etapa, aunque de forma más sutil. Se trabaja en la autoestima, carencia dolorosa en la fase anterior. Uno empieza a sentirse bien consigo mismo. Proyecta sus sueños en la pantalla del yo ideal. Ya sólo importa la realización personal, el autoperfeccionamiento, la iluminación.
En principio, no tiene por qué ser una situación negativa, pero cada peldaño de la escalera presenta sus riesgos. Cuánto más arriba se está, las trampas se tornan más elaboradas y más difíciles de advertir. El recuerdo de sí se puede transformar, si no se está atento, en ensimismamiento; el ideal, en vanidad; el conocimiento, en prepotencia: Siempre que una persona abandona al verdadero Dios, cae en idolatría. El autoconocimiento se transmuta en narcicismo.
Ovidio, en el tercer libro de las Metamorfosis, describe con detalle el mito de Narciso y Eco (versos 339-510). Un vate, preguntado sobre si Narciso podría gozar de una larga vida, responde con un juego de palabras: “Si no llega a conocerse”(1). El poeta narra el fatídico momento a que conduce el falso conocimiento de sí mismo: “Aquí el joven, cansado por la afición a la caza y por el calor, se recostó cautivado por el aspecto del lugar y su fuente y, mientras desea calmar la sed, otra sed creció, y, mientras bebe, atraído por la imagen de la belleza contemplada, ama una esperanza sin cuerpo, piensa que es un cuerpo lo que es agua. Se queda estupefacto a la vista de sí mismo y, sin mover su propio rostro, se mantiene inmóvil como una estatua cincelada de mármol de Paros”(2).
Queriendo colmar una sed (la superación personal), otra sed le crece (el sentimiento de autoimportancia). Su propia imagen le subyuga, confunde las ondas del agua con la realidad de sí mismo, el yo ideal se convierte en realidad exclusiva y en estatua sin posibilidad para vibrar por los demás. El narcicismo conlleva la incapacidad de amar.
El DMS-IV (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) habla del trastorno narcisista de la personalidad, que se nutre tanto de la necesidad de admiración como de la falta de empatía y establece los criterios para su diagnóstico.
Muchos buscadores sucumben ante la trampa del narcisismo en el trabajo espiritual. Cuanto más elevadas son sus miras, tanto mayores son sus riesgos. La parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37) nos aporta mucha luz sobre este proceso. Un maestro de la ley pregunta a Jesús qué debe hacer para conseguir la vida eterna (la perfección, el ideal, la plenitud de sí mismo). La respuesta de Jesús le remite a la ley, que el mismo maestro recuerda: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús concluye: “Bien has respondido. Haz eso y vivirás.” El texto añade: “Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: ‘Y ¿quién es mi prójimo?”. Aquí nace la parábola del buen samaritano. Baja por el camino de Jerusalén a Jericó un sacerdote, ve al hombre desnudo, golpeado y herido de gravedad por los delincuentes, y pasa de largo. Baja también un levita, lo ve y da un rodeo. El sacerdote y el levita son los representantes de las personas que se cultivan a sí mismas, que llevan una presumible vida espiritual, que se dedican a la meditación, que se apuntan a cursos de formación o los imparten, y que poseen diplomas universitarios de formación humana y divina. Lo ven y pasan de largo. Hay conciencia, pero falta compromiso. Sus ideales no les permiten mancharse las manos con la sangre de una víctima de los bandoleros. Acaso no pueden llegar tarde a la plegaria. Acaso tienen tareas más importantes que llevar a cabo, que perder el tiempo en socorrer a un desgraciado. Jesús da la clave para el trabajo espiritual: sólo ama quien se compromete por los demás. No basta verlos, hay que mancharse las manos por ellos. Además de verlo, el samaritano, un extranjero de quien sólo cabe esperar odio, se compadece, conducta ajena a una persona narcisista. La compasión le lleva a la cercanía y a la acción: “acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: “Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva”. Un compromiso estable. El amor al prójimo se traduce en la práctica de la misericordia. De poco sirven las teorías metafísicas, los trabajos pormenorizados de escuela… si no hay práctica. Ningún esfuerzo es menospreciable siempre que exprese el amor compasivo y misericordioso.
El miedo a caer en la trampa del narcisismo no debe impedir el trabajo personal, el deseo de la iluminación, la colaboración en grupo, la formación continua, sino que se trata de resituarlos. Jesús lo entendió con claridad: “He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 6,38). Dios es lo primero. No importan tanto las imperfecciones, aunque quebranten el deseo de una imagen narcisista. Algunos defectos nos permiten mantenernos con los pies en el suelo y en actitud humilde, como le sucedió a Pablo de Tarso: “Para que no me engría 2 Ídem, versos 413-420 con la sublimidad de esas revelaciones, fue dado un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no me engría” (2 Cor 12,7).. El amor es lo fundamental.
La trampa del narcisismo – Lluis Serra Llansana .Revista Sintoniza Eneagrama, número 6 (enero 2011)
(1) Ovidio, Metaformosis, libro III. Madrid: Ediciones Cátedra: 2009 (9a edición). Verso 349
(2) Ídem, versos 413-420
Lluís Serra (2010). Códigos del despertar interior. La transformación de sí hacia la verdad, el amor y la libertad. Barcelona: La Teca Ediciones.